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Música en los templos

Cuando desperté, todavía estaba soñando y conscientemente veía los sucesos que se apresuraban a transcurrir como si la información enviada desde el más allá se hubiera visto sorprendida por el amanecer antes de concluir su cometido. A través de mis párpados podía ver la luz del día y tenía intenciones de levantarme, pero había unas fuerzas invisibles que me obligaban a esperar; luego, sentado al borde de la cama con la cabeza entre mis manos, las imágenes siguieron por unos minutos más, hasta que la consciencia pudo tomar el control anunciando que todo era un sueño. Eso me costó aceptarlo porque a pesar de sus incongruencias, tenía trozos comprensibles que llegué a disfrutar, en especial porque hacía mucho tiempo que no recordaba mis sueños, y de pronto aparecía éste, pletórico de significados que no logré interpretar.

Hoy no podría traer a mi memoria casi nada de él, de hecho, al pasar las horas se fue diluyendo, pero hubo un fragmento que siempre recordé por lo premonitorio, y que forma parte de mi archivo mental: Era un domingo soleado y yo estaba jugando baloncesto, como muchas veces, en un parque bordeado por la ciclovía de la novena. Acabábamos de perder el partido después de varias victorias y por tanto había que salir de la cancha, cosa que ya estaba esperando porque me moría de sed, así que agotado me dirigí a refrescarme en el puestico favorito, armado cada semana para la ocasión, pero llegando, me quedé absorto viendo a una hermosa mujercita rubia que pasaba en bicicleta, y mientras se acercaba la vi mirarme sonriente y algo desafiante al momento en que se sujetaba el pelo con una banda de tela elástica de color rojizo. La observé hasta que se alejó entre la multitud y me volví para pedirle a la tendera la malta de costumbre, de las que guarda en un barril repleto de hielo. Ella se inclinó sobre el recipiente y sacó un manojo de rosas rojas que flotaban entre una colorida variedad; yo las recibí sin sorpresa, conforme, y las conté. —Veintiuna, dije—, y mi voz resonó de más en medio de la activa multitud extrañamente silenciosa.

Abstraído rememorando e intentando deducir, me vestí sin afán y salí, pero bajando al sótano se disipó el sueño, violentado por la preocupación del daño en el arranque del carro, que estaba fallando con más frecuencia y como temía, me obligó a empujar otra vez para encenderlo. Era la reciente manifestación de su deterioro, que ese año tomaba la ventaja sobre mi mermada economía para subsanarlo, como había sido costumbre hasta hace unos meses, cuando mantenía el carro y mi dignidad en perfecto estado. Tolerante y paciente me ocupé del nuevo resabio sin darle mayor importancia con la esperanza de que ésta sí fuera la última vez, y dejando de lado mis preocupaciones, prendí el radio y empecé a tararear inconscientemente el corito que estaba sonando... senmi an ein yeeel, senmi an ein yeeel, pero al instante cambié la emisora hastiado con esa canción tan trillada y en cambio me dejé envolver por la música clásica que ahora escuchaba con insistencia, dedicándole mucho más tiempo que al rock con el que me identificaba.

Ese año iba frecuentemente a los conciertos gratuitos que se hacían en los parques y algunos museos y bibliotecas. Estaba entregado a la experiencia musical como perfecta compañera de mi actividad pictórica, que para ese 2002 ya cumplía dos años. De la guantera saqué el folleto de “Música en los Templos” que conseguí en algún concierto y leí la primera fecha resaltada: Septiembre 15, 12:00 m, Iglesia San Tarcisio de Cedritos, Concierto de laúd a cargo del maestro tal... el próximo domingo. El proyecto utilizaba algunas iglesias de la ciudad para realizar conciertos de música de cámara, y a éste, en el barrio, sí pensaba ir, aparte que el instrumento me atraía especialmente, así que para cumplir con mi itinerario de ejercicios en el que acostumbraba recorrer treinta kilómetros en bicicleta antes de ir a jugar baloncesto, salí más temprano ese día y dediqué menos tiempo en la cancha, pero se me hizo un poco tarde para el concierto porque mi equipo estaba inspirado y no parábamos de ganar. Llegué con prisa al apartamento de mi papá, que vivía a media cuadra de la iglesia, para dejar la bicicleta y asearme, pero sólo pude enjuagarme un poco en el lavamanos antes de irme. A mi papá lo invité pero se negó, cosa que me extrañó. Luego pensé que aunque yo le había dicho “laúd”, tal vez él oyó “la U”, y eso debió sonarle a rock.

Cuando entré en la iglesia el dicho instrumento ya llenaba el espacio con su romántico sonido y deslizándome silencioso, me senté en una banca alejado de las personas para no molestarlas con mi olor. Durante unos minutos se impuso mi respiración agitada y las pulsaciones de mi corazón sobre el sonido de las cuerdas, pero poco a poco empecé a concentrarme en la música que en realidad sobrepasaba todas mis expectativas, se notaba el cuidado al escoger el programa más apropiado para el lugar, parecía que la misma imagen de Cristo, que asistía en lugar privilegiado, empezaba a sonreír, y el motivo no era sólo por la magnífica interpretación.

Queriendo saber qué sonatas estaba tocando, busqué alrededor con la esperanza de detectar algún impreso extraviado del programa, que los puntuales asistentes debieron recibir, y en esto, mi atención se posó en el perfil de una mujer que en ese momento, soltaba de su liso cabello rubio una bandana de color rojizo. Estaba sentada en la banca del frente, un poco a mi izquierda y tenía sobre el regazo una libreta en la que la veía escribir esporádicamente. Admirando su belleza no dejaba de mirarla, además me sentí atraído por su actitud, podía percibir su emoción al escuchar la música. Desde ese momento una experiencia mística se apoderó de mí y se manifestó a través de la de ella en una confluencia de sensaciones, mi necesidad de averiguar sobre el programa musical se tornó irrelevante pues ya no importaba el autor sino apenas el producto de su inspiración.

En un interludio, algunos recién llegados tomaron asiento. Una mujer escogió la banca del frente, hacia mi derecha, a tres metros de la rubia y delicadamente colocó a su lado un ramo de rosas rojas. Repentinamente recordé el sueño y recapacité en la situación que parecía relacionarlo, mientras otra clase de emociones tomaban el lugar predominante en la experiencia; un caleidoscopio de ideas se sucedían al compás de la música y yo me esforzaba por evitarlas con la sensatez, sin embargo decidí en algún momento que al finalizar el recital trataría de hablarle, mi deseo de conocerla tomaba fuerza y algo desconcentrado, pensaba en las cosas que podía decirle al abordarla, sin encontrar alguna que me convenciera del todo. Entonces una ayuda externa vino a zanjar el asunto, la señora de las flores le preguntó algo casi en silencio y ella levantó la libreta para mostrarle alguna de sus anotaciones, lejos de mi posibilidad de leerla, excepto por el nombre escrito en la parte superior de la hoja: Sabrina Heredia.

El triángulo se había cerrado con las flores en el centro, y yo exhalé conteniendo la risa ante lo irracional de la escena, lo cual, a la larga determinó que le restara importancia hasta el punto de pensar que, como en otras ocasiones, las muchas expectativas han dado con grandes decepciones y que las cosas en fin, nunca son lo que parecen; esto redujo mi ansiedad y el propósito pasó de imperioso a sólo posible, aunque digno de intentarse. En esas, sin advertirlo, el maestro dio término a su presentación y sin esperar los aplausos, se encaminó a la salida. Yo en un impulso precondicionado por mi curiosidad, salté decidido a atajarlo porque este otro plan sí conservaba el rótulo de imperioso, ante la posibilidad de no ver en otra ocasión este instrumento en manos del informante idóneo, logrando mi cometido para alegría de otros asistentes con iguales intenciones y dando al traste con mis planes de conquista.

De todas formas, ¿qué opción tendría un hombre en pantaloneta y camiseta sucias y apestosas en la osadía de acercarse a una mujer limpia y perfumada de domingo, a cual más de hermosa y angelical? me preguntaba con intención de consolarme en tanto el músico respondía a mis preguntas mientras acariciaba su laúd. Otras personas se acercaban con sus inquietudes formando un corrillo a mi alrededor y una voz femenina que llegaba a mi lado me preguntó algo acerca de lo que en ese momento explicaba el concertista. Era Sabrina, que nuevamente intervenía en mi conflicto interior con su cántaro refrescante, aliviando mi carga y de paso imponiéndose como el mejor motivo para invertir mi tiempo desde ese instante. Durante unos minutos nos abstraímos en una intensa conversación, cada vez más alejados del laúd que a intervalos se acercaba a la salida, luego la sorprendí un poco al llamarla por su nombre, lo cual sirvió para trasladar el tema a terrenos más personales. El Cristo sonriente fue el último testigo en el lugar, del encuentro entre dos almas similares que se reconocían en los mutuos comentarios, quizás algo apresurados en el interés de comunicarse, ante la inminente llegada de su madre, que venía a recogerla para asistir a un almuerzo, que era la otra ocasión para la que se había vestido ese día, descomplicada y elegante, sencilla... divina. Al subirse en el carro se despidió con una última seña, tan natural como su actitud previa, a pesar de mi decepcionante presencia, de la que constantemente intenté  alejarla  para no causarle tan mala impresión.

Sábado veintiuno de Septiembre: Observando detenidamente la hojita que me dio, la misma que vi escrita con su nombre en la iglesia pero con su número de teléfono agregado al margen, recortada de una lista de notas que quería conservar, no me decidía a llamarla, como en toda la semana, intentando compaginar la idea que tenía de ella con mis posibilidades técnicas y económicas del momento, hasta que al fin, sobrepuesto a las conjeturas, la llamé para invitarla a almorzar el domingo, lo que implicaría un gasto menor que salir esa noche; además acordamos ir al concierto de la sinfónica en el Parque Nacional, después de la misa en San Juan de Ávila, a la que, según me dijo, le gustaba asistir. Toda la semana había pensado en ella y en las analogías con el sueño que me sugerían que algo excepcional se estaba presentando y que tal vez, había conocido a la mujer especial para mí, el motivo de mi vida; si no, por qué se molestaría el “más allá” en advertirme su encuentro? Si era ella, no podía menos que alegrarme de momento, por su belleza, y expectante llegué a recogerla a la hora acordada.

Pero el destino se tiene guardadas sus cartas y constantemente nos repite que la vida no está al alcance de nuestro entendimiento. Al verla salir me sentí abrumado porque, aunque estaba aún más bella de lo que la recordaba, me pareció de menor edad que el domingo anterior. Probablemente el atuendo informal estaba más acorde con su juventud y la bandana rojiza que también traía hoy, reforzaba esa apariencia sujetando una cola en su cabello. Una nueva mezcla de sentimientos vino a acompañar mi día, que a pesar de eso estuvo de lo mejor. En la misa nos sentamos en las gradas del altar de frente a la multitud y yo me imaginaba las cosas que podían estar pensando quienes nos observaban muy juntos y susurrantes: —¿Será el papá? ¿Será un hermano? ¿Un asaltacunas?— y se persignaban. Al salir tuve que preguntarle lo inevitable: —¿Y cuántos años tienes tú?  Veintiuno, me respondió—, y tras un corto silencio le dije: —¿Sabes cuántos tengo yo? Treinta y seis.— pero a ella no pareció importarle. En el concierto del parque la pasamos de maravilla; la orquesta, la música, el sol en el cielo sin nubes. Nuestra conversación discurría fácil y alegre, a veces confidente. Caminando se enganchó a mi brazo correspondiendo a la familiaridad  con la que tan pronto nos tratamos y en el restaurante no nos dimos cuenta que había más gente, para nosotros sólo estábamos ella y yo. Al atardecer la llevé a su casa y me invitó a entrar. Yo acepté algo preocupado por encontrarme con su mamá, pero sabiendo que lo más probable era que “lo nuestro” no iba a pasar a mayores con o sin su intervención, y para mi sorpresa, ella y también su padre se mostraron muy complacidos conmigo y demostraron ser personas de amplia cultura.

Sabrina estudiaba Publicidad y Mercadeo en la Universidad de la Sabana y era periodista y presentadora del canal universitario. Ese domingo vimos en su cuarto algunos videos de su actividad y me contó muchas de sus peripecias. También vi recostada contra un sillón, una guitarra que a veces tocaba y a partir de esto supe que formaba parte de un coro de música litúrgica llamado Altair, en el que ella era la voz soprano. Estaba demostrado que una mujer bella puede ser también inteligente y talentosa en áreas creativas. Demasiadas emociones para un solo día. Ella reunía tantas cualidades que me resultaba difícil oponerme a las verdades que conocía respecto a una positiva relación entre personas con edades tan diferentes. Yo sabía que lo más probable en ellas es que se impongan las necesidades o los gustos propios de la edad, terminando por separar lo que parece fuertemente ligado y dejando más estropicios que beneficios, o en el mejor de los casos, que el mayor influya determinantemente en el menor, afectando su normal desarrollo aunque ambos estén decididos a sobrellevarlo. Esta certeza logró contrariarme hasta el punto de esperar con ansias el encuentro definitivo con el defecto que me diera el motivo indiscutible para dejar las cosas de ese tamaño.

El martes le propuse asistir para el mediodía del miércoles a un concierto de piano en el auditorio del Museo Nacional, en el que cada semana se realiza alguna presentación de música clásica de intérpretes nacionales o extranjeros y a las que estaba yendo con cierta frecuencia, y de paso podríamos ver la exposición temporal de los grabados de Rembrandt que estaba por terminar y me interesaban mucho. Me dijo que tenía clases casi todo el día pero que dado el caso, iría a encontrarse conmigo en el museo, ante lo cual no me hice muchas ilusiones, pero de todas formas allá estuve un cuarto de hora antes por si al final se daba el caso.

El recital empezó puntual y entre los asistentes no estaba ella. Yo me senté en el centro del auditorio para escuchar el mejor sonido posible y me hundí en la música profundamente. Al primer intermedio se abrieron las puertas para que entraran más personas, yo me erguí en la silla para que me viera y miraba a ambos lados por si la veía entrar, pero no, las puertas se cerraron y el pianista comenzó la segunda pieza, yo resignado decidí escuchar, pero cuando me encontraba más concentrado, sentí que alguien me miraba y de un movimiento volteé en la dirección precisa para encontrarme con los ojos y la sonrisa de Sabrina que estaba unas filas atrás. De un vistazo se me presentó nuevamente la mujer que parecía algo mayor a su edad, vestida con una ropa muy femenina, bastante atractiva y de buen gusto, tenía el pelo suelto y lucía mucho mejor que las dos veces anteriores, no creo exagerar al decir que la encontré todavía más bella, en verdad parecía un ángel, de inmediato fui a sentarme a su lado y la besé en la mejilla sin decirle nada, tenía un perfume delicioso. Durante el concierto hablamos poco y en tono comedido, por mi parte estaba experimentando una sensación muy especial, una sensación cercana al amor.

Ella había recorrido unos treinta kilómetros desde la universidad en Chía hasta el museo en el centro de la ciudad para encontrarse conmigo a mitad de semana de estudio, lo que dejaba en claro que no sólo yo estaba interesado de alguna manera en esta relación de la que ignorábamos su destino. Yo no quería saber nada de edades en esas horas que estaba disfrutando de tan excelsa compañía. En la exposición de grabados me hizo varios comentarios que me permitieron ver que estaba enterada de esta técnica y del artista, y que había ido realmente interesada en verla, yo por momentos me separaba del grupo que escuchaba al guía para detallar otras obras, pero siempre volvía la mirada hacia Sabrina que las sobrepasaba a todas. Al acercarme a ella viéndola sola frente a un cuadro, me di cuenta que tenía los brazos cruzados, abrazándose la cintura en actitud de abrigarse, yo llegué desde atrás y abrazándola igual, le tomé las manos que, efectivamente estaban heladas. Ella me apretó un poco, envolviéndose más con mis brazos mientras yo pegaba todo mi cuerpo contra el de ella y mi mejilla en la suya para darle calor, y así permanecimos un buen rato sin hablar, no con palabras por lo menos, teniendo en cuenta que nos estábamos comunicando con sensaciones. Yo contuve mis deseos de besarla a pesar de que sentía que ella lo esperaba, porque volvían a mí los razonamientos que lo impedían. Por más que quisiera, no podía evadirlos.

Esa tarde estuvimos conversando en el café del museo en donde comimos un sandwich y algo de fruta, y más tarde un postre y varios capuchinos, yo me estaba gastando mis restos, pero si hubiera tenido que dejar algo por pagar, lo habría hecho para evitar que se disipara el encanto; en cambio no logré evitarlo cuando en la conversación introduje el tema de las edades y mis ideas al respecto. Yo traté de acercarlas diciéndole que hacía sólo siete semanas tenía un año menos y ella remató diciendo que en sólo seis meses tendría uno más, el veintiuno de marzo. Aunque nos reíamos, se traslucía algo de tristeza en nuestro semblante. Como a las cinco emprendimos el regreso. La llevé a su casa y fui a la universidad para la clase de dibujo que dictaba a las siete. Mis alumnos me notaron un poco disperso y yo no podía pensar en otra cosa que no fuera este asunto, así que les puse bastante trabajo y me senté a fingir que leía.

En esos días escasamente hablamos por teléfono, pero su voz la tenía muy presente. Una vez le dije que me estaba volviendo adicto a su voz porque me parecía muy sensual, y que quería escucharla cantar en el coro, a lo que respondió que no se lo creía porque casi no la llamaba. Al martes siguiente la llevé muy temprano a la universidad y la noté más seria, con razón, pero se lo atribuyó al estudio y al parcial que iba a presentar esa mañana, y después, más alegre, me invitó para el sábado siguiente a la presentación del coro, en una capilla del barrio La Soledad.

Se celebraba una misa para los seminaristas de alguna hermandad que asistían con sus familiares y amigos, una especie de graduación. La capilla por fortuna era espaciosa porque había mucha gente, pero no tenía espacio orfeón posterior sino que se dejó un lugar al costado izquierdo para ubicarlo. Yo llevé la grabadora de periodista para registrar la interpretación y me ubiqué de ese lado, lo más cerca posible. El coro tenía diez integrantes: dos bajos y dos tenores hombres y tres contraltos mujeres al igual que las sopranos, siendo Sabrina la voz central. Desde el comienzo se tomaron el protagonismo por sobre los seminaristas y la acústica del lugar les favorecía logrando un efecto extático en la congregación. Las altísimas voces femeninas apoyadas en las potentes y graves, resonaban en emotivas alabanzas que parecían quedar impresas en las altas esferas, y en prolongados intervalos se aislaban más suavemente tocando el alma de los presentes, ya subyugados. En mi caso, esta emoción la sentí mejor cuando en tres ocasiones determinadas de las cantatas, tras la polifonía surgió a capella sola, la voz de Sabrina en toda su pureza, logrando elevar mi percepción a niveles deleitables que alcanzaron su apogeo durante el Kirye Eleison, en el que me pareció recibir algún mensaje espiritual a través de su voz celestial.

A la salida me acerqué a saludarla y le di un fuerte abrazo. Mientras la gente se iba, estuve hablando con ella y el resto del coro que constantemente recibía elogios. Ya despojada de su toga, fuimos a sentarnos sobre el prado de un parquecito que había al frente antes de que se fuera con el grupo a un almuerzo programado. Le dejé oír apartes de la grabación, que escuchó sonriente y silenciosa mirándome a los ojos, como si intentara decirme algo y se sintiera agradada que la tuviera. Veintiún días atrás la conocí y ese sería nuestro último momento juntos. Quedaban pocas personas cuando me iba y otra vez el motor de arranque se negó a funcionar, instalándome implacablemente en mi realidad, pero esta vez condimentada con las imágenes de Sabrina y su particular aparición. El resto del año nos hablamos por teléfono, pero cada vez con más espacio entre las llamadas. Algunas veces pensaba en el sueño que iba olvidando, y trataba de inferir algún trasfondo, sin conseguirlo; pero, queriendo notar en el número alguna relación, le escribí por internet para desearle feliz navidad y año nuevo, en un mensaje del veintiuno de diciembre, que me respondió con especial interés, y que en el primer párrafo decía:

Hoy es solsticio de invierno y el sol se encuentra en su mayor inclinación al sur, a partir de la cual comenzará su ascención hasta el equinoccio de primavera, su punto más vertical, que será el día de tu cumpleaños. Seis meses después, tras medio ciclo de recorrido, estará otra vez en la misma posición en el equinoccio de otoño, el veintiuno de septiembre. Este sol que impone su deliciosa presencia en nuestras vidas no me deja olvidar que en uno de sus más poderosos días del equinoccio, un día domingo nombrado en su honor, y en su hora más cenital, me encontraba yo disfrutando de uno de los mejores días...

Pero no le conté el sueño ni le dije que esto nos ocurrió en el mes veintiuno del siglo veintiuno, puesto que sólo un tonto supersticioso puede pensar que los mensajes del más allá vienen codificados en un lenguaje incomprensible... o sí?  Tiempo después la vi en la calle, subiendo por la acera en la 140. Me quedé mirándola pero no la reconocí en el primer momento, sólo me llamó la atención una atractiva mujer que llevaba gafas oscuras y caminaba sin prisa, desafiando el viento que bajaba del cerro y le empujaba el pelo y el vestido. En realidad no caminaba, ella levitaba, se desplazaba flotando exenta de las leyes físicas. Viéndola me venía la imagen de un ángel y me preguntaba, teniendo en cuenta que en la vida no existen las casualidades, ¿qué se supone que debíamos aprender de esto, en esos momentos que escogió nuestro destino para aproximarnos, en los que ella era la definición de la gracia y yo de la adversidad?...  una ráfaga de viento me sacó de mis cavilaciones y pude ver a Sabrina en la distancia, que sacaba de su bolso una bandana de tela para sujetarse el pelo.


Textura

Me gusta el color de estas hojas.

Ya he repasado este libro varias veces y me ha gustado tanto, que prefería no escribir, no rayar, no manchar, no dibujar.

He aprendido a encontrar el texto en el libro vacío,

como el pintor calca la imagen que ve su mente sobre el blanco lienzo, aunque  la mía haya sido hasta ahora

incapaz de distinguir claramente lo que se oculta en cada una de las páginas, que pletóricas de voces e impresiones

transmiten el bullicio…

Es preciso concentrarse en la textura de las hojas para ir retiñendo el texto, ya que son ellas las que hablan y no yo.

Yo soy su instrumento,

pero retribuyen mi servicio ya que me dejan tocarlas,

me permiten resbalar suavemente sobre su piel mientras me cuentan sus pensamientos…

Sentir y saber me parece un buen precio.

Prefacio

Las mejores voces con sus más bellas palabras expresando ideas sabias entre imágenes poéticas y simples, son las que se escuchan en las hojas de los libros que no han empezado a escribirse. Es su limpio y texturado vacío el que deja ver las verdaderas ideas aflorar desde la nada aparente, multiplicándose ansiosas cuanto más aumenta el silencio... el silencio bullicioso del universo que se alegra de ser escuchado.

Un libro primorosamente empastado con el mejor material, que contiene sus páginas en blanco a partir del prefacio que ha sido insertado, es como el nuevo ser que todos hemos sido en los albores de nuestra vida; somos el prefacio pero no lo sabemos, somos el libro y lo ignoramos. Ningún párrafo del primer capítulo será escrito por nosotros, antes permitiremos ávidamente que todas las manos impriman el suyo para hacerlo nuestro a cada momento, si podemos encontrarlo para aferrarnos sin condiciones ni dudas, embrionarias aún, contentos de tenerlo. Otras manos invisibles guiadas desde el fondo de las hojas, aportarán incansablemente al texto de nuestras experiencias, que se van acumulando sin plan ni concierto propios porque somos inconscientes de nuestra existencia, lo cual nos hace mejores de lo que seremos al momento en que tomemos la pluma para registrar las propias ideas. Por fortuna, ese momento está todavía lejos en el irrelevante futuro, adyacente al umbral de la conciencia, el momento de la fuga de la vida, del atraque en el puerto del egotismo.

Hay evidencias incuestionables acerca de las capacidades superiores de nuestra inteligencia emocional, con la que contamos prioritariamente en la primera edad, cuando estamos todavía exentos de autorreferencia. Esas manos invisibles insisten en incorporar al prefacio todos los codicilos que hasta ahora muy pocos han intentado leer, excitados por los nuevos renglones que se transcriben resaltados con lápices de colores más intensos, aunque menos duraderos. Serán necesarios los siglos venideros en que los niños no parezcan tan diferentes de los hombres, para que las bondades de su edad trasciendan el umbral de la conciencia, atenuando el imperio del ego aferrado desconfiadamente a la tierra firme del mundo que se emplaza desde ese momento... el barco en puerto, las amarras firmes, la pesca negociada, la cena asegurada, el sillón en el que cada día recibiremos las noticias del mundo que comienza y termina en esta orilla, seguros de conocer cada lugar del que provienen, todos concebidos, abarcados. Hemos franqueado el umbral desechando muchas hojas de nuestros primeros capítulos; tantas que suponemos que es el momento de empezar a escribir, ahora sí, que tomamos la pluma y sabemos el tema, claro, contundente, evidente; ha nacido el hombre, el alguien... y ha desaparecido nadie, un niño.

La incapacidad de reconocernos cuando vivimos al alba de nuestras vidas es una bendición y una condición de la infancia plena, en cambio es un infortunio en la adultez porque desconectamos el piloto automático que nos trajo hasta el umbral, a través de la ruta expedita que no volveremos a encontrar confiando sólo en nuestra reducida habilidad, y en nuestra leve presunción, desconocemos toda injerencia de ese pequeño vulnerable que no queremos ser, aunque siempre esté escondido en las páginas más profundas del voluminoso tomo sobre el que permaneceremos de pie, redactándonos a nosotros mismos.

Siendo niños vivimos sin perder el tiempo haciendo sólo aquello que consideramos importante, lo que nos produce felicidad, y en la edad adulta dejamos de ser dueños de nuestro tiempo y vivimos haciendo casi sólo lo urgente, pues lo consideramos imprescindible para obtener posteriormente el tiempo necesario y merecido que será destinado a lo que creemos que nos proveerá nuestra felicidad. Pero antes de esto, un día de los descarados licenciosos, dominados por la impaciencia y hartos de la contienda por subsistir, empujados por el hastío hasta el punto de arriesgar nuestra integridad... ese edificio rectangular que con demasiadas dificultades acumula ya varios pisos, aunque menos que los planeados para cualquier momento, emprendemos un transitorio rumbo desconocido, esperanzados en encontrar un paraje despejado y soleado en el que podamos permanecer excluidos y distendidos; un entreacto —pensamos— en el libro de nuestra existencia real, un escape, una compuerta a ese lugar que sabemos que no existe, el interludio de nuestra obra, que se presenta como la oportunidad de hojear un poco las primeras páginas, por si acaso hubiera allí algo que pasamos por alto, una revelación, una acertada opinión, cuando menos una receta... para evitar regresar, para rectificar.

Durante los mejores días de nuestro periplo autocontrolado habíamos convertido el libro de nuestra revelada existencia en algo parecido a una bitácora en la que registramos desafiantes acontecimientos luminosos que reafirmaban la idea de nuestra certeza: —Soy invulnerable!— era el subtítulo de muchos pasajes, no imaginamos en esos días que si tenemos suerte, tendremos ocasión de entregar la antorcha. Pensamos siempre que el mundo es fácilmente abarcable pues vamos de un lugar a otro rápidamente, no tenemos que observar a los lados del camino; pero ahora, recorriéndolo en busca del ansiado lugar, advertimos que se extiende interminable, elongado a través del terreno sinuoso, a veces escarpado, que se va dibujando al pasar por cada territorio, ora poblado, ora despejado, boscoso, llano. Contemplando sorprendidos lo mucho que desconocemos y la diversidad de la naturaleza, la multiplicidad de las personas que no sabíamos que existían, esperamos a cada paso que en el próximo recodo veremos a lo lejos el final del camino, el límite de la comarca habitada que confirme la abarcabilidad de nuestro mundo y la veracidad de nuestra idea, pues no podemos aceptar que haya todavía más de tanto que no está en nuestro libro, y una y otra vez nos empeñamos en recorrer esa parte de la ruta que seguramente nos mostrará los límites concebidos, hasta que en cada altura que logramos conquistar, volvemos a divisar que el mundo se extiende más allá, forzando los límites de la mente, de la inteligencia, de la sensatez. Todas las manos no podrán incluir en un solo libro tanta información, es preciso desistir de la intención de contener el mundo en nuestro mundo; no es posible, es un despropósito, una necedad. Pensábamos que escapar nos tomaría unas cuantas leguas, que cruzaríamos el mar y luego la montaña para llegar al umbral previsto; jamás supusimos que esa frontera no es asequible para nosotros, que nuestro libro es apenas un folletín, un pasquín.

En esta cumbre en que observamos extenderse infinito el mundo, sabemos que a donde se quiera podemos ir, no hay muros ni cercas inexpugnables, todos los pasos están abiertos en todas las direcciones y en tanto haya fuerzas, cada lugar es accesible, penetrable e incluso explotable, pero tendremos que escoger alguno que podamos concebir para apropiarnos de él —pensamos en un ataque de sensatez—, la ansiedad se ha esfumado, la prisa también, y ante la verdad manifestada, la vista magnífica del mundo que sólo puede inspirar nuestra admiración y respeto, bajamos la guardia y nos sentamos a observar en calma, extasiados, incrédulos, admirados y sonrientes porque hemos sido demasiado ingenuos y ahora, con la sensación de encontrarnos frente al verdadero poder, nos sentimos agradecidos de haber venido hasta aquí para verlo. Contemplando el entorno infinito, callamos porque cualquier cosa que se diga sólo cabe en nuestro mundo concebido y no puede expresar ni en poco la verdadera dimensión de lo que es, no hay los adjetivos y no es posible inventarlos desde aquí, así que lentamente, el silencio elocuente comienza a imponerse y trae con él los adjetivos que no se pueden oír y no se pueden decir, debemos aceptarlo y escuchar su insonoridad. Las páginas por escribirse están gritando ahora que no imponemos el texto, la belleza de los párrafos del primer capítulo toman una nueva dimensión y sus razones fluyen con facilidad, diferenciándose claramente de la bitácora estampada más adelante; observando desde este lugar, sólo ellos parecen tener algo qué decir.

Cuán vergonzoso es un momento como éste en el que podemos reconocer nuestra arrogancia y nuestra pequeñez, tanta que se nos antoja mucho mayor que la del niño que despreciamos y dejamos olvidado en las páginas que no pudimos arrancar. Sería justo ahora reivindicarlo leyendo un poco de lo escrito en el transcurso de su existencia, tan feliz, tan despreocupada, tan deseosa de vida y amor, recibiendo sin esperar y dando generosamente todo a cambio de nada; tanto más da, tanto más recibe. En todos los niños es posible observar el rostro de la alegría y la confianza, la ingenuidad de su limpio interior, la expectación esperanzada de todo lo bueno. Ellos desconocen la astuta maldad y la codicia; pueden aferrarse a un objeto que desean, pero nunca con tanta vehemencia para no compartirlo, en su inteligencia emocional saben preferir un amigo a un juguete, y de ambos pueden siempre hacer uno con cualquier cosa y un poco de imaginación. Ellos son la semilla de la vida impregnada del amor, que es el combustible necesario para insuflarla e impulsarla, lo cual consiguen con suficiencia hasta el umbral en el que emerge la conciencia contaminada de condiciones empaquetadas, para dar fin a los primeros capítulos del libro de la vida, que en adelante será sólo de la suya. 

La majestuosidad de estas montañas y paisajes infinitos es la misma que poseen todos los mundos, y apenas una idea aprehensible de lo que define a la vida que los contiene, nosotros incluidos. Contemplarlas con la mirada del niño que habita relegado en nuestro interior, produce emociones incrementadas con la inefable sensación del conocimiento subjetivo, aquel que proviene del silencio expectante del que sólo el alma de un niño es capaz. Hay que volver a él y rescatarlo, pero esto parece una tarea imposible porque ahora tenemos algo de lo que debiéramos despojarnos: la conciencia, nuestra autorreferencia, el hombre construido a partir de los pedazos de hojas que dejaron los que vinieron antes.

Escribiendo en uno de los más recientes capítulos del libro que es mi vida, decidí agregar también la fotografía del niño que escribió en los precedentes, para hacerle un pequeño reconocimiento a sabiendas que no es posible volverlo a la vida aunque me dejó su legado. En su rostro puedo ver un niño tan especial como todos los que encuentro a diario y me envuelve un sentimiento de amor de padre, pero también de hijo porque yo provengo de él. —Obsérvame bien— parece decirme, —este niño que ves ya no forma parte de tí. Cada átomo que había en mí se ha ido para darle paso a otros nuevos y éstos, a otros aún más nuevos; del que ves ya no queda nada, los que están en tu cuerpo y tu mente se formaron después, ninguno estuvo en mí. Lo único mío que aún posees está escrito en nuestro libro, mi parte fue redactada juiciosamente y no encontrarás en ella ni un párrafo del que deba avergonzarme, antes debes sentirte orgulloso de mi labor, pues mientras tuve en mis manos la responsabilidad de tu existencia, la asumí como sólo un niño inconscientemente sabio puede hacerlo: con la sabiduría de la ignorancia. Pero tú todavía no has cumplido tu parte, y sólo en tus manos está que se haga realidad lo que yo soñé; me lo debes, no te atrevas a desilusionar a un niño. Acaso ya tienes las respuestas a las preguntas que has dejado en tantas de estas páginas?—

En el prefacio del libro que somos todos, están insertadas muchas páginas con la información adecuada y las herramientas apropiadas para llevarlo a buen término. Nadie viene al mundo sin estas instrucciones, pero la mayoría se va sin ponerlas en práctica; algunos porque nunca las leen, otros a causa de su incredulidad o su desconfianza y otros por considerarlas inútiles para sus propósitos; pero debemos intentar extraer lo que nos comunican, si queremos aportar al mundo relevante lo que nos han encargado esas manos invisibles que se concedieron escribirlas, con la certeza de que un día serán más los individuos que puedan aplicarlas para conseguir transformar su destino en lo que soñaron siendo niños.

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