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Prefacio

Las mejores voces con sus más bellas palabras expresando ideas sabias entre imágenes poéticas y simples, son las que se escuchan en las hojas de los libros que no han empezado a escribirse. Es su limpio y texturado vacío el que deja ver las verdaderas ideas aflorar desde la nada aparente, multiplicándose ansiosas cuanto más aumenta el silencio... el silencio bullicioso del universo que se alegra de ser escuchado.

Un libro primorosamente empastado con el mejor material, que contiene sus páginas en blanco a partir del prefacio que ha sido insertado, es como el nuevo ser que todos hemos sido en los albores de nuestra vida; somos el prefacio pero no lo sabemos, somos el libro y lo ignoramos. Ningún párrafo del primer capítulo será escrito por nosotros, antes permitiremos ávidamente que todas las manos impriman el suyo para hacerlo nuestro a cada momento, si podemos encontrarlo para aferrarnos sin condiciones ni dudas, embrionarias aún, contentos de tenerlo. Otras manos invisibles guiadas desde el fondo de las hojas, aportarán incansablemente al texto de nuestras experiencias, que se van acumulando sin plan ni concierto propios porque somos inconscientes de nuestra existencia, lo cual nos hace mejores de lo que seremos al momento en que tomemos la pluma para registrar las propias ideas. Por fortuna, ese momento está todavía lejos en el irrelevante futuro, adyacente al umbral de la conciencia, el momento de la fuga de la vida, del atraque en el puerto del egotismo.

Hay evidencias incuestionables acerca de las capacidades superiores de nuestra inteligencia emocional, con la que contamos prioritariamente en la primera edad, cuando estamos todavía exentos de autorreferencia. Esas manos invisibles insisten en incorporar al prefacio todos los codicilos que hasta ahora muy pocos han intentado leer, excitados por los nuevos renglones que se transcriben resaltados con lápices de colores más intensos, aunque menos duraderos. Serán necesarios los siglos venideros en que los niños no parezcan tan diferentes de los hombres, para que las bondades de su edad trasciendan el umbral de la conciencia, atenuando el imperio del ego aferrado desconfiadamente a la tierra firme del mundo que se emplaza desde ese momento... el barco en puerto, las amarras firmes, la pesca negociada, la cena asegurada, el sillón en el que cada día recibiremos las noticias del mundo que comienza y termina en esta orilla, seguros de conocer cada lugar del que provienen, todos concebidos, abarcados. Hemos franqueado el umbral desechando muchas hojas de nuestros primeros capítulos; tantas que suponemos que es el momento de empezar a escribir, ahora sí, que tomamos la pluma y sabemos el tema, claro, contundente, evidente; ha nacido el hombre, el alguien... y ha desaparecido nadie, un niño.

La incapacidad de reconocernos cuando vivimos al alba de nuestras vidas es una bendición y una condición de la infancia plena, en cambio es un infortunio en la adultez porque desconectamos el piloto automático que nos trajo hasta el umbral, a través de la ruta expedita que no volveremos a encontrar confiando sólo en nuestra reducida habilidad, y en nuestra leve presunción, desconocemos toda injerencia de ese pequeño vulnerable que no queremos ser, aunque siempre esté escondido en las páginas más profundas del voluminoso tomo sobre el que permaneceremos de pie, redactándonos a nosotros mismos.

Siendo niños vivimos sin perder el tiempo haciendo sólo aquello que consideramos importante, lo que nos produce felicidad, y en la edad adulta dejamos de ser dueños de nuestro tiempo y vivimos haciendo casi sólo lo urgente, pues lo consideramos imprescindible para obtener posteriormente el tiempo necesario y merecido que será destinado a lo que creemos que nos proveerá nuestra felicidad. Pero antes de esto, un día de los descarados licenciosos, dominados por la impaciencia y hartos de la contienda por subsistir, empujados por el hastío hasta el punto de arriesgar nuestra integridad... ese edificio rectangular que con demasiadas dificultades acumula ya varios pisos, aunque menos que los planeados para cualquier momento, emprendemos un transitorio rumbo desconocido, esperanzados en encontrar un paraje despejado y soleado en el que podamos permanecer excluidos y distendidos; un entreacto —pensamos— en el libro de nuestra existencia real, un escape, una compuerta a ese lugar que sabemos que no existe, el interludio de nuestra obra, que se presenta como la oportunidad de hojear un poco las primeras páginas, por si acaso hubiera allí algo que pasamos por alto, una revelación, una acertada opinión, cuando menos una receta... para evitar regresar, para rectificar.

Durante los mejores días de nuestro periplo autocontrolado habíamos convertido el libro de nuestra revelada existencia en algo parecido a una bitácora en la que registramos desafiantes acontecimientos luminosos que reafirmaban la idea de nuestra certeza: —Soy invulnerable!— era el subtítulo de muchos pasajes, no imaginamos en esos días que si tenemos suerte, tendremos ocasión de entregar la antorcha. Pensamos siempre que el mundo es fácilmente abarcable pues vamos de un lugar a otro rápidamente, no tenemos que observar a los lados del camino; pero ahora, recorriéndolo en busca del ansiado lugar, advertimos que se extiende interminable, elongado a través del terreno sinuoso, a veces escarpado, que se va dibujando al pasar por cada territorio, ora poblado, ora despejado, boscoso, llano. Contemplando sorprendidos lo mucho que desconocemos y la diversidad de la naturaleza, la multiplicidad de las personas que no sabíamos que existían, esperamos a cada paso que en el próximo recodo veremos a lo lejos el final del camino, el límite de la comarca habitada que confirme la abarcabilidad de nuestro mundo y la veracidad de nuestra idea, pues no podemos aceptar que haya todavía más de tanto que no está en nuestro libro, y una y otra vez nos empeñamos en recorrer esa parte de la ruta que seguramente nos mostrará los límites concebidos, hasta que en cada altura que logramos conquistar, volvemos a divisar que el mundo se extiende más allá, forzando los límites de la mente, de la inteligencia, de la sensatez. Todas las manos no podrán incluir en un solo libro tanta información, es preciso desistir de la intención de contener el mundo en nuestro mundo; no es posible, es un despropósito, una necedad. Pensábamos que escapar nos tomaría unas cuantas leguas, que cruzaríamos el mar y luego la montaña para llegar al umbral previsto; jamás supusimos que esa frontera no es asequible para nosotros, que nuestro libro es apenas un folletín, un pasquín.

En esta cumbre en que observamos extenderse infinito el mundo, sabemos que a donde se quiera podemos ir, no hay muros ni cercas inexpugnables, todos los pasos están abiertos en todas las direcciones y en tanto haya fuerzas, cada lugar es accesible, penetrable e incluso explotable, pero tendremos que escoger alguno que podamos concebir para apropiarnos de él —pensamos en un ataque de sensatez—, la ansiedad se ha esfumado, la prisa también, y ante la verdad manifestada, la vista magnífica del mundo que sólo puede inspirar nuestra admiración y respeto, bajamos la guardia y nos sentamos a observar en calma, extasiados, incrédulos, admirados y sonrientes porque hemos sido demasiado ingenuos y ahora, con la sensación de encontrarnos frente al verdadero poder, nos sentimos agradecidos de haber venido hasta aquí para verlo. Contemplando el entorno infinito, callamos porque cualquier cosa que se diga sólo cabe en nuestro mundo concebido y no puede expresar ni en poco la verdadera dimensión de lo que es, no hay los adjetivos y no es posible inventarlos desde aquí, así que lentamente, el silencio elocuente comienza a imponerse y trae con él los adjetivos que no se pueden oír y no se pueden decir, debemos aceptarlo y escuchar su insonoridad. Las páginas por escribirse están gritando ahora que no imponemos el texto, la belleza de los párrafos del primer capítulo toman una nueva dimensión y sus razones fluyen con facilidad, diferenciándose claramente de la bitácora estampada más adelante; observando desde este lugar, sólo ellos parecen tener algo qué decir.

Cuán vergonzoso es un momento como éste en el que podemos reconocer nuestra arrogancia y nuestra pequeñez, tanta que se nos antoja mucho mayor que la del niño que despreciamos y dejamos olvidado en las páginas que no pudimos arrancar. Sería justo ahora reivindicarlo leyendo un poco de lo escrito en el transcurso de su existencia, tan feliz, tan despreocupada, tan deseosa de vida y amor, recibiendo sin esperar y dando generosamente todo a cambio de nada; tanto más da, tanto más recibe. En todos los niños es posible observar el rostro de la alegría y la confianza, la ingenuidad de su limpio interior, la expectación esperanzada de todo lo bueno. Ellos desconocen la astuta maldad y la codicia; pueden aferrarse a un objeto que desean, pero nunca con tanta vehemencia para no compartirlo, en su inteligencia emocional saben preferir un amigo a un juguete, y de ambos pueden siempre hacer uno con cualquier cosa y un poco de imaginación. Ellos son la semilla de la vida impregnada del amor, que es el combustible necesario para insuflarla e impulsarla, lo cual consiguen con suficiencia hasta el umbral en el que emerge la conciencia contaminada de condiciones empaquetadas, para dar fin a los primeros capítulos del libro de la vida, que en adelante será sólo de la suya. 

La majestuosidad de estas montañas y paisajes infinitos es la misma que poseen todos los mundos, y apenas una idea aprehensible de lo que define a la vida que los contiene, nosotros incluidos. Contemplarlas con la mirada del niño que habita relegado en nuestro interior, produce emociones incrementadas con la inefable sensación del conocimiento subjetivo, aquel que proviene del silencio expectante del que sólo el alma de un niño es capaz. Hay que volver a él y rescatarlo, pero esto parece una tarea imposible porque ahora tenemos algo de lo que debiéramos despojarnos: la conciencia, nuestra autorreferencia, el hombre construido a partir de los pedazos de hojas que dejaron los que vinieron antes.

Escribiendo en uno de los más recientes capítulos del libro que es mi vida, decidí agregar también la fotografía del niño que escribió en los precedentes, para hacerle un pequeño reconocimiento a sabiendas que no es posible volverlo a la vida aunque me dejó su legado. En su rostro puedo ver un niño tan especial como todos los que encuentro a diario y me envuelve un sentimiento de amor de padre, pero también de hijo porque yo provengo de él. —Obsérvame bien— parece decirme, —este niño que ves ya no forma parte de tí. Cada átomo que había en mí se ha ido para darle paso a otros nuevos y éstos, a otros aún más nuevos; del que ves ya no queda nada, los que están en tu cuerpo y tu mente se formaron después, ninguno estuvo en mí. Lo único mío que aún posees está escrito en nuestro libro, mi parte fue redactada juiciosamente y no encontrarás en ella ni un párrafo del que deba avergonzarme, antes debes sentirte orgulloso de mi labor, pues mientras tuve en mis manos la responsabilidad de tu existencia, la asumí como sólo un niño inconscientemente sabio puede hacerlo: con la sabiduría de la ignorancia. Pero tú todavía no has cumplido tu parte, y sólo en tus manos está que se haga realidad lo que yo soñé; me lo debes, no te atrevas a desilusionar a un niño. Acaso ya tienes las respuestas a las preguntas que has dejado en tantas de estas páginas?—

En el prefacio del libro que somos todos, están insertadas muchas páginas con la información adecuada y las herramientas apropiadas para llevarlo a buen término. Nadie viene al mundo sin estas instrucciones, pero la mayoría se va sin ponerlas en práctica; algunos porque nunca las leen, otros a causa de su incredulidad o su desconfianza y otros por considerarlas inútiles para sus propósitos; pero debemos intentar extraer lo que nos comunican, si queremos aportar al mundo relevante lo que nos han encargado esas manos invisibles que se concedieron escribirlas, con la certeza de que un día serán más los individuos que puedan aplicarlas para conseguir transformar su destino en lo que soñaron siendo niños.

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